La historia de José Enrique Nuñez no es excepcional ni única ni la primera ni la última. Es una de miles de historias que se repiten a diario en la provincia de Buenos Aires y en cada provincia de la Argentina. Una excusa para dar el alto, otra excusa para la prepotencia y otra para la detención. En el medio, maltrato físico, psicológico e institucional, sin dar razones, sin razones, sin respeto a los mínimos derechos del ciudadano. Una historia contada en primera persona
Cualquiera sea la razón por la que inesperadamente se está frente a uno o más agentes u oficiales de polícia el interrogante se impone: ¿y ahora qué? Algo así le ocurrió a José Enrique Nuñez en la ciudad de La Plata, donde vive desde siempre, salvo los años en los que hubo de exiliarse después de permanecer como detenido desaparecido largos meses durante la última dictadura cívico militar.
Enrique Nuñez tiene 64 años. Vive solo en un barrio tranquilo de la ciudad de La Plata. Cerca del mediodía del 22 de diciembre de 2020 salió a hacer algunas compras a la despensa de la cuadra. El trámite no le llevaría más de 20 minutos. Los 20 minutos devinieron en más de 10 horas. «Marche preso», dijo el agente. Lo que sigue lo cuenta el mismo Nuñez, en primera persona.
Relato de una detención
El 22 de diciembre del 2020, alrededor de las 11 horas, decido hacer una pausa en mis actividades para ir a comprar algunas verduras y frutas a una verdulería cercana a casa. Salgo sin mi celular y sin mis documentos, en ojotas, vistiendo una vieja remera y unas bombachas de campo gastadas, llevando solo las llaves de la casa, el dinero para la compra y mi barbijo.
De casa a la verdulería son 80 metros, al volver veo un patrullero policial estacionado en la puerta de casa y a una mujer policía golpeando en la casa de mi sobrino que vive en el PH de adelante. Me preocupo, pues pienso que podría haberle pasado algo a alguno de los hijos de mi sobrino. Por eso acelero el paso y me acerco preguntando qué necesitan. Es una mujer joven con su uniforme y con barbijo.
Mujer Policía: “Estamos buscando a Felazco”
Yo: “Aquí no vive ninguna persona con ese apellido”
Mujer Policía: “¿Y el dueño de casa no está?”
Yo: “No lo sé. Pero parece que no hay nadie pues no está su auto en la puerta”
Ella me repite el apellido de la persona buscada ya con cierta incredulidad. Yo insisto que con ese apellido ahí no vive nadie. Inmediatamente me dice también el nombre de la persona y ahí recién me doy cuenta de que es el apellido de la ex mujer de mi sobrino, que no vive en la casa hace más de dos años. Le manifiesto que es la ex mujer de mi sobrino pero que no vive más allí, que se divorciaron y ella se fue.
“¿Y seguro que usted no sabe dónde vive?», pregunta de una forma desconfiada, dando por supuesto que no colaboraré con ella.
“No lo sé”, respondo escuetamente.
Noto que la mujer no queda totalmente conforme con mi respuesta. Entonces desde dentro del patrullero el policía que estaba al volante escuchando todo le grita: «Tomale los datos!”
Ella comienza a preguntarme lo de siempre: nombre, apellido, dirección, número de DNI. Le doy todos los datos y luego me pregunta también sobre mi estado civil y si estoy jubilado o trabajo.
Incómodo por estas dos últimas preguntas le respondo que considero que mi estado civil y situación laboral no son datos necesarios en este caso, que alcanza con los datos de mi DNI y que si quiere entro a mi casa yle traigo mi documento para que pueda corroborar mi identidad. Pero recalco que no le daré más información que la que figura en mi DNI.
Al escuchar mi respuesta desciende el policía que estaba al volante y acercándose a menos de un metro de distancia y sin barbijo, a viva voz me dice que debo brindar toda la información que ellos en calidad de policías me estaban pidiendo. E insiste que es mi obligación colaborar con ellos. Por un lado, le critico que no tenga barbijo y le pido que se aleje y agrego que no le daré más datos que los necesarios para mi identificación y si así lo desea, entro a buscar mi DNI para que pueda corroborar mis dichos. Insisto en la no relevancia de los datos que no sean exclusivamente los de mi identificación. Él agrega que necesita los datos para evaluar circunstancias y contexto. Le respondo que no me trate de tonto y empiezo a moverme en dirección a la puerta de entrada a la casa.
Me grita que no me mueva de ahí, que no iré a ninguna parte e insiste nuevamente que mi comportamiento de no responder todas las preguntas es una falta de respeto a la autoridad y criticarle por no usar barbijo es una falta de respeto a su persona, pues yo no soy quién para decirle lo que tiene que hacer.
Le respondo que yo no quiero hablar con una persona que me quiere obligar a hacer algo contra mi voluntad aduciendo que debo obedecerlo solo porque es policía y le pido nuevamente que se retire pues no se está protegiendo con un barbijo y pone en riesgo mi salud. Concluyo diciéndole que, por mi parte, la conversación terminó, que entraré a mi casa y que él haga lo que quiera.
Esposado y en ojotas
El policía se abalanza a toda prisa y me bloquea la puerta de acceso, gritándome que lo estoy desobedeciendo y faltando el respeto. Intento sortearlo y entrar, él entonces me inmoviliza, doblando fuertemente mi brazo izquierdo hacia atrás de mi cuerpo y ordena a su compañera que llame a otro móvil y que le traiga las esposas. Ella viene y me esposan muy fuertemente las manos detrás. Me quejo de esta innecesaria acción, le pregunto la razón de mi detención, pero me empuja al patrullero sin responderme. Le digo que todo esto no tiene ningún sentido, que me deje avisar a mi familia que estoy siendo detenido. El policía se niega. Le pido que uno de los dos vaya y avise a qué repartición seré conducido y vuelven a negarse.
Recuerdo que mientras me está empujando al patrullero dice: “Por culpa de personas como ésta el país está como está.”
Le pido que me ponga las esposas adelante pues me están lastimando el brazo y me resulta difícil entrar al coche. Me advierte que entraré o por las buenas o por las malas. Le respondo que no me niego a entrar, sino que tengo problemas para entrar. Le pido una vez más que me dejen ir a buscar mis documentos y mi celular para poder avisar a mis familiares de mi detención y se niegan. Me están llevando con mi bolsa de la compra, en ojotas, sin mis documentos y sin mi celular a la subcomisaría La Unión. Al empujarme dentro de la parte trasera del patrullero esposado, mi rodilla izquierda golpea con fuerza en el coche y esto me producirá fuertes dolores horas después.
En el momento de entrar al patrullero arriba el otro móvil que había llamado la mujer policía por teléfono.
Ya dentro, me pregunto cómo demonios se descontroló la situación. No me puedo creer estar ahora esposado a la espalda como un delincuente peligroso, con dos patrulleros a toda marcha y con las sirenas puestas, pasando semáforos en rojo y adelantando indebidamente como si estuviesen llevando a un “capo” del tráfico de drogas o a un asesino psicópata.
«Justo hoy me pasa esto -pienso-, justo hoy que tengo que dar unas clases por internet y luego tengo dos turnos en el médico. Todo perdido por nada».
En La Unión, detenido pero no registrado
El móvil llega a la subcomisaría La Unión unos cinco minutos después de partir de la puerta de mi casa. Serán aproximadamente 12:15 – 12:30.
Me bajan del auto con fuerza y a los empujones me llevan al fondo de la subcomisaría, por orden expresa del iracundo policía masculino que me detuvo y agredió verbal y físicamente, evitando pasar por la guardia y por el registro de detenidos. Ese detalle de no registrarme me pone muy nervioso. Horas después me entero de que este policía es el subinspector Jorge Luis Banegas.
En un primer momento no me ponen en el calabozo, me llevan a la parte de atrás, donde hay una cocina. Me sientan en una silla en el centro de la habitación, como si me fueran a interrogar. Delante mío, pegada a una pared, hay una mesa de comedor, yo en el medio de la cocina, esposado a la espalda y sentado en una silla, a mi costado derecho, a unos dos metros una vieja heladera aún funcionando por esos milagros de la tecnología, encima de la misma un microondas destruido, al lado de la heladera una mesada y una pileta de cocina, ya, por último, una garrafa de gas y una cocina a gas que no se podía identificar muy bien por el polvo que la cubría. Por lo visto hace tiempo que no la usan.
A mi izquierda también, a unos dos metros, una mesa más pequeña con algunos objetos irreconocibles encima y un casco de moto debajo. Al lado de la mesa pequeña, a mi izquierda y más enfrente, una puerta que da al fondo de la subcomisaría. Allí, en ese fondo, de unos tres o cuatro metros de extensión, hay motos enteras, motos destruidas, cajoneras antiguas de metal, hierros de todo tipo, señalizaciones de calle y un montón de objetos puestos unos encima de otros que haría imposible alcanzar la pared del fondo sin correr el peligro de romperse una pierna o clavarse algún objeto cortante en el corto trayecto.
Dentro de la cocina y a mis espaldas, un viejo baño, que visitaré un par de veces durante mi estancia involuntaria en esa subcomisaría. El techo de la cocina de madera barnizada, el suelo de cerámicos grises y negros ya gastados. El techo del baño, menos alto que la cocina, está todo lleno de objetos en desuso, por lo visto confiscados en algunos operativos: televisores de plasma, y algunos otros equipos electrónicos de difícil identificación.
A un costado de la mesa grande de comedor que está frente a mí, al lado de la puerta que da al fondo de la subcomisaría, está sentado un policía en zapatillas, pero con parte de su uniforme puesto, haciendo tiempo y observándome. No puedo desentrañar el sentido de su mirada. No es de rechazo, está mirándome como pensativo, como quien observa un suceso desde la distancia. Cuando me sentaron en la silla en el centro de la cocina, mis captores lo saludaron como “Mayor”. Al rato se levanta y empieza a barrer el baño y la cocina. Mientras trabaja dice cosas, que no escucho muy bien. No sé si habla solo o me está hablando a mí. Cuando logro entender que ya está todo impecable, le confirmo que quedó bien limpio. Él responde que durará poco, que entra mucha gente a la cocina y que nadie ordena. Al poco rato se marcha y viene otro policía joven, vestido de ropa de calle, con una mochila que deja sobre la mesa. Saluda correctamente y se sienta en el lugar donde estaba el Mayor y comienza a mirar su celular. Llega otro joven de civil también y los dos empiezan a comentar videos del celular del primero.
Entra una mujer con uniforme y empieza a cortar frutas en la mesada para preparar, evidentemente, una ensalada de frutas.
A esto llega un policía de unos 45-50 años de aspecto como quien no realiza ningún tipo de actividad física desde hace años. Se identifica como el comisario, pero se cuida de decirme su nombre. Un día después me entero de que se llama Daniel Alejandro Caro.
Detenido, «por hacerse el taura»
El comisario Caro se queda de pie, apoyándose en la mesa que tiene detrás e inclinando el cuerpo y la cara hacia adelante para acercarse lo más posible a mí, que sigo sentado en el medio de la cocina con las manos esposadas atrás, en tono amenazador me pregunta:
“A ver vos, ¿por qué estás acá? Por vivo seguro que no, porque de otro modo, no estarías. A ver, hablá.”
Mientras le respondo pienso en eso que afirmó en su pregunta de que si hubiese sido “vivo” no estaría ahí esposado frente a él. Paradójico, pienso, pues para ser “vivo” debería haberme hecho el “tonto” y hacer que no me di cuenta de que el policía no tenía barbijo o que preguntan cosas innecesarias. Solo porque es la policía y no se les discute nada.
Le empiezo a contar mi versión de los hechos, de que me pedían datos que eran innecesarios, de los gritos del policía, de que no tenía su barbijo y me asustaba esa situación, de que no se me permitió avisar a mi familia.
Me interrumpe abruptamente: «Pará, pará. Yo banco a mis hombres en todo y les creo a ellos, así que callate porque todo lo que vayas a decir me importa un carajo”
Le respondo entonces que no era necesario preguntarme nada si, de todos modos, no me iba a escuchar. Me interrumpe otra vez y me grita: “Vos, callate la boca que estoy hablando yo, no me faltes el respeto a mí ahora. Vos te callás”.
En ese mismo momento entran dos hombres más y se apoyan en la mesa al lado del comisario frente a mí. Uno es el policía que me detuvo, de complexión atlética, alto. Tiempo después me entero de que es el subinspector Jorge Luis Banegas. El otro es un hombre de unos 50 años de civil, con los brazos tatuados. El comportamiento y la manera de dirigirse entre ellos me hacen pensar que tienen rango dentro de la subcomisaría y que comparten mucho en común. Los tres están sin barbijo. En realidad, nunca ví a nadie del personal con barbijo.
El policía tatuado permanece en silencio, con rostro amenazante, pero en silencio. El subinspector Banegas me grita: “Vos me faltaste el respeto, podrías ser mi abuelo, y tenés suerte que sos viejo, si no…”
Lo interrumpo y le digo que ya está bien de gritar, que lo estoy escuchando bien. Me responde: «Es mi tono de voz, así hablo siempre.”
El comisario Daniel Caro interviene y acercándose aún más y con rabia contenida, con la boca entrecerrada sin gritarme, me dice: «Agradecé a tus canas, pues si fueses un pendejo yo mismo te daría una flor de paliza por hacerte el ‘taura’ con mis hombres”.
Siento que la situación se está complicando mucho, tomo muy en serio la amenaza del comisario pues al resaltar que sería él mismo quien me daría la paliza pienso que evidentemente es una práctica habitual en la subcomisaría la de golpear a los presos y que mi “delito” de hacerme el ‘taura’ negándome a dar más datos que los que figuran en mi DNI merece un castigo ejemplar por parte del mismísimo comisario. Me doy cuenta de que, al amenazarme con una paliza delante de varios de sus subalternos presentes, está mostrando que se siente totalmente impune y pienso que esa impunidad no es solo debida al silencio corporativo del personal de la subcomisaría. Esa impunidad viene de más arriba.
No puedo dejar de pensar en los pibes que caen presos en esa subcomisaría, en las palizas, en sus gritos. La repartición no es grande y los gritos de los presos al ser golpeados se deben sentir por toda la casa.
Me vienen de pronto a la memoria los gritos de las personas torturadas en La Cacha en aquella época infame. No me siento bien ahora, tengo rabia y dolor y pienso que esta vez no aguantaría bien los golpes.
Toma otra vez la palabra el subinspector Jorge Banegas y volviendo al tema de mi edad, como si me hubiese leído el pensamiento, me dice: «Vos tenés edad y viviste en aquella época, deberías haber aprendido que entonces te hubiesen pegado un tiro en la cabeza y tirado en cualquier zanja por lo que hiciste”.
¿Debo decirle que sí, que sé muy bien lo que pasó en aquella época, que lo experimenté en carne propia? ¿Para qué, acaso servirá para algo? No lo sé.
Le respondo que a qué viene poner de ejemplo aquella época donde se cometieron esos crímenes horrorosos.
El comisario me responde otra vez: «No lo estamos poniendo de ejemplo, pero eso es lo que a vos te hubiese pasado en aquella época y deberías haber aprendido y agradecer ahora”.
Cansado de ese uso despectivo del “vos”, les pido que me aclaren cómo nos trataremos pues yo los estoy tratando de “usted” y ellos de “vos”. Que en ese caso yo no tendría ningún problema de tratarlos también de “vos”. Se miraron entre ellos y uno de ellos dijo algo así como que no estoy aprendiendo nada, que ahí me quedaré.
Les pido que me coloquen las esposas adelante, que me están lesionando el brazo y que quiero saber cuáles son los cargos y pido comunicarme con mis familiares para ponerlos al tanto de mi detención. El comisario me responde: «Ya, esperá un poco».
Se marchan y me dejan ahí esposado. Nunca me permitieron llamar a nadie, ni me dijeron los cargos aparte de ese impreciso “faltaste el respeto y te hiciste el ‘taura’ con mis hombres”.
Por otro lado, pienso que no tengo el celular y que no recuerdo ni un solo número telefónico de memoria. Se me ocurre que lo único que podría hacer es llamar al 911, que ahí trabaja una de mis sobrinas y si tengo suerte y me toca hablar con ella o con una compañera de ella que la conozca y así podría avisar a mi hermano que estoy detenido.
El hecho de no haber pasado por el registro de guardia y de que nadie de mi familia sepa de mi detención me pone muy nervioso y mi intranquilidad aumenta minuto a minuto.
No puedo dejar de pensar en aquella época. Todo vuelve a repetirse, solo que ahora no tengo una capucha encima. Hago esfuerzos para contenerme y no gritar. No debo perder la calma y tengo que razonar la mejor manera de poder salir de ahí lo más pronto posible.
Después de alrededor de dos horas de estar sentado allí, sin recibir ninguna aclaración de mi situación ni que me dieran la posibilidad de hablar con algún familiar, le pido al joven que estaba con el celular sentado a un costado de la mesa, al lado de la puerta del fondo, que quiero ir al baño y que por favor me aflojen las esposas y me las coloquen adelante. El muchacho, con un “Sí señor, enseguida”, va a la parte del frente de la subcomisaría, pide las llaves y muy correctamente, me quita las esposas y las coloca adelante, cuidando de no apretarlas demasiado. Agradezco sinceramente el gesto y me levanto para ir al baño. Vuelvo a mi sitio y me siento otra vez en la silla. Ahora más aliviado con las manos esposadas adelante. Hay una gran diferencia entre tener las manos atadas atrás o adelante. No solo porque duelen mucho las articulaciones sino porque con las manos atrás uno se siente muy indefenso y expuesto.
Poco tiempo después la mujer que había hecho la ensalada de fruta viene con un pote de ésta y me la ofrece. Me dice que me pondrá el ventilador pues hace mucho calor y así lo hace. Se lo agradezco y empiezo a comer la ensalada.
Entonces recuerdo otra vez aquella época, de cuando estando secuestrado una compañera que decidió colaborar con los militares viene y me ofrece una pastilla. Yo la acepté y con ganas me la puse en la boca. Cuando la estaba masticando ella me aclara: “Saboreala tranquilo, no es cianuro”. Recuerdo que comí esa pastilla esperando el desenlace.
Ahora como esta ensalada casi con ese mismo sentimiento. Pero ahora me digo que quizá sea lo mejor. Esta vez me siento cansado, muy cansado.
Pasa el tiempo, nadie me informa de nada. Calculo que serán las 5 de la tarde. Entonces aparece en la puerta el comisario y me dice desde lejos algo así como: «El fiscal, en función de tu falta de antecedentes, ordenó tu inmediata libertad, pero antes tenemos que llevarte al cuerpo médico, así que esperá un poco más.”
No le respondo nada.
Una media hora después viene otra vez el subinspector Banegas y me dice que me va a encerrar en el calabozo. Protesto por eso, pues el comisario había dicho que el fiscal había ordenado mi inmediata libertad. Se lo digo y el subinspector me responde: «Por haber cometido, pero por tu edad te disculpamos, ahora vendrán unos travestis y no te puedo dejar con ellos. Te quedarás ahí hasta que te lleve al cuerpo médico.”
Me meten en un calabozo pequeño y cierran las puertas con candado; antes el policía joven de civil se preocupa de poner una silla dentro del calabozo para que pueda estar sentado. Esto de cerrar el calabozo con candado muestra que no me pusieron allí para separarme de los travestis, sino principalmente para escarmentarme un poco más. Para mostrar quién manda y en qué situación me encuentro, a pesar de que el fiscal haya ordenado, hace más de dos horas, mi inmediata libertad.
Llegan los travestis que pasan delante del calabozo y van a la cocina. Serán 3 o 4. Algunas están muy lastimadas. Escucho que un vecino las agredió con un caño de gas. Un par de ellas lloran, explican los detalles del ataque y se quejan de por qué en la subcomisaría les han sacado fotos a ellas, que son las víctimas. Dicen que se sienten discriminadas y que no fue una riña, sino simplemente una agresión por su condición de trans.
Paso aproximadamente una hora en el calabozo. Calculo serán las 18 o 18:30. Escucho que por fin me llevarán al cuerpo médico. Se ponen de acuerdo de quién me llevará. Me tranquilizo al oír que no será el subinspector Banegas. También escucho que conmigo llevarán a otra persona, que no es ninguno de los heridos que están en la cocina.
Por fin me quitan las esposas. Me llevan a la parte delantera de la subcomisaría y en el vestíbulo me ponen mirando a la pared, frente a un cartel de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y me sacan unas fotos de espaldas. Luego me suben a un patrullero y suben también a un hombre que estaba fumando un cigarrillo en el jardín de la subcomisaría y que luego me entero, por él mismo, que tiene 61 años, que está jubilado como guardia de seguridad.
Ya dentro del patrullero, cuando le pregunto por qué está allí me dice, con clara satisfacción, que por romperles la cabeza con un caño a unos vecinos “maricones de mierda que no puedo ni ver”. Ahí me entero por boca del propio autor que él mismo golpeó a los trans. Tenían razón ellas que no fue una riña, sino una agresión por su condición sexual.
Pienso que yo, por negarme a dar unos datos que consideré innecesarios y criticar a un subinspector por no usar barbijo, fui amenazado con una paliza y me pasé esposado más de 7 horas, pero este hombre que realmente agredió a otras personas y se enorgullece de lo que hizo, no es ni esposado ni amenazado. No es que desee que le hagan a él lo mismo que me hicieron a mí, sino que a mí me traten como lo trataron a él. Es evidente que, a los ojos de la policía, lo mío es mucho peor.
Me llevan al cuerpo médico de calles 8 y 38. Allí, un médico, a tres metros de distancia, protegido con un plástico y sentado en una mesa, me pregunta mis datos y si bebí alcohol o consumí alguna droga. Me pregunta qué me pasa y sin mirarme y casi sin escucharme termina de llenar un formulario que entrega al policía que me está custodiando. Esto de la revisión médica es un puro trámite formal.
Me devuelven a la subcomisaría y siendo alrededor de las 19:30 horas me hacen firmar tres hojas sin darme la posibilidad de leerlas. Recién en ese momento me informan que estoy detenido por violar varios artículos de la ley de contravenciones y que me llamarán del juzgado para presentar mi defensa. Por supuesto, ni una palabra sobre mi derecho a un abogado, a llamar a mi familia, a negarme a declarar en mi contra, nada de nada. Pido leer las hojas y me lo impiden diciendo que me entregarán una copia que podré leer después.
Quiero irme lo más pronto posible, así que no voy a empezar una nueva discusión que ponga en peligro mi salida. Pero no puedo dejar pasar por alto este nuevo puntapié en el trasero a mis derechos. Y como supongo que no conocen mi firma pues no pudieron ver mi DNI, entonces cuando me presentan las hojas para firmar, en las tres hojas escribo como si fuera una firma la frase: “SIN LEER”. Es mi forma de resistir la agresión y negación de derechos.
Llego a casa a eso de las 20. Pasé casi 8 horas en una comisaría preso, esposado casi todo el tiempo y amenazado. Entonces leo la Notificación de formación de causa que me entregaron y no salgo de mi asombro al comprobar la existencia de dos realidades diferentes: una, la del expediente; otra, la vivida por mí y que intenté describir lo más detalladamente posible en este informe.
Lo peor es que sé que para la justicia la realidad es la que está en el expediente. Y sin embargo hay otra.
José Enrique Nuñez